Todas las caras del mundo

A veces creo que todavía estoy enojada con David. Entonces fantaseo con mi venganza favorita: que una noche cualquiera, acostado en su cama, se dé cuenta y sienta un peso en el pecho. Ni siquiera en esa fantasía lo dejo solo mucho tiempo: al final acaba cristalizando ese dolor y volviéndolo entereza. Corte A: duerme al lado de una mujer morena, desnuda, y juntos ven con amor al bebé que acaban de concebir.

Y es que al final, nadie tiene la culpa de nada. Él fue una piedra en el camino de mi aprendizaje y yo en el suyo. ¿Las piedras obstruyen los caminos o le dan suelo al camino mismo? Prefiero pensarlo de la segunda forma, entonces puedo agradecerle por todas sus enseñanzas y continuar andando con el pecho erguido.

Otras veces más que enojo siento tristeza. Cuando eso pasa, la operación es un poco más compleja. «Eres un tarugo», le digo en un susurro, a distancia, y me dan ganas de acercármele otra vez para abrazarlo con fuerza y repetírselo de viva voz: «tarugo, tarugo, ¿por qué elegiste no seguir creciendo?». Me dan ganas también de ser su madre, de estar en esa cama en la que se da cuenta y pegar mi frente a la suya mientras llora, pero creo que si lo hiciera sí le estaría obstruyendo el camino –ya lo hemos visto en el pasado–, ¿y quién soy yo en última instancia para decir cuál es la ruta que debe tomar? Más aún, ¿quién me contiene a mí mientras yo estoy conteniendo al otro? En los últimos años he aprendido a contenerme sola, es cierto, pero eso requiere saber cuándo retirarme a mi propia cama a abrazarme en lo que me siento mejor.

«¿Pero qué pasó?», pregunta el merodeador curioso. No importa. Saber que no importa es lo más importante de todo. La vida es un tejido que se deshace. Hemos sido tantos en tantos momentos que quererlos cuadrar en una narrativa moralizante y congruente es un despropósito. Nos acompañamos un rato y eso es lo único que merece ser dicho. Ya no estoy hablando sólo de David, sino de todas las personas con las que he crecido, a las que les he dicho vete y notevayas, a las que recuerdo ocasionalmente cuando hace frío, cuando suena una canción o se acerca una fecha conmemorada. Que nunca les falte la esperanza.

La moneda gira sobre su propio eje sin pausa. En una cara guarda el enojo, en otra la ternura; en una el reproche, en otra la gratitud. ¿Dónde la detenemos y por qué?

Va otra historia. Alain hace una mueca impostada y me manda una foto. Por algún motivo, es la foto guardo como representativa suya. Me pone sonriente. Alain Niño enciende todavía mis luciérnagas, Alain Hombre me pone gatuna y mejor aquí nos detenemos. Pero hay otro Alain, Alain Mundo, Alain Señor, al que no entiendo ni toco. Alain Mundo se encierra en su oficina con su enorme globo terráqueo y su portafolio pesado y yo me quedo sentada en el pasillo, descalza con mi muñeca, temerosa de tocar la puerta.

No se me juzgue tan pronto. ¿No somos todos niños y niñas, madres y padres, hijos y hermanos? Indefensos y protectores, grandes y pequeños, dubitativos y seguros, vamos representando todas las caras del Amor, como quien construye a cada paso un puente en medio del abismo. Ahora te va a ti, ahora me va a mí. Pero en la soledad del pasillo me angustio tanto que me veo en la necesidad de crecer y decir basta. Entonces las paredes se desvanecen y readquiero dimensión. Para mi sorpresa –porque estoy herida y molesta, según yo– al hacerlo reaparece también la ternura, las luciérnagas vuelven a rodear su imagen, siento un cariño alegre al pensarlo y me regresa la calma.

La moneda gira sobre su propio eje sin pausa. En una cara guarda la muerte, en otra la posibilidad. ¿Dónde la detenemos y por qué? Quizá no importa tanto mientras recordemos que toda respuesta es provisional. En otra narrativa, él es quien se está quedando afuera, en el pasillo, asustado. Ésa me duele más. Inhalo y exhalo. También ahí toca soltar. Aún nos queda mucho tiempo para ser éstos y aquéllos, para decir vete y notevayas, para cambiar de nombre y de rostro si hace falta, para errar, limpiar el tiradero y dar las gracias.

¿De qué otra forma podemos llegar a la liberación sino soportando, al mismo tiempo, todas las caras del mundo? Ya lo dice aquel mantra: no hay nada qué perseguir, no hay nada qué retener, no hay nada qué rechazar.

Nostalgia

esculturamar

De niña estaba obsesionada con la Atlántida, esa ciudad mítica sepultada bajo el mar. Soñaba con ir a visitarla y bucear entre los edificios, encontrar los objetos perdidos de sus pobladores, los juguetes de los niños, las monedas. Me fascinaba la idea de que hubiera una ciudad a la que ya nadie tuviera acceso, una ciudad perdida.
Supongo que así son todos los tesoros, brillando, en alguna parte, como una mera evocación de lo inasible. La Atlántida era mi tesoro porque estaba hundida en las profundidades del mar; de haber estado en la superficie no habría podido soñarla ni nadar en la fantasía de sus contornos.
La palabra nostalgia viene del griego νοστος (nostos = regreso) y αλγος (algos = dolor). Nos duele la imposibilidad de retornar. Ya lo dice la canción: uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas. ¿Pero no todo lo vivo está siempre ausente, a su manera, navegando de sí mismo a sí mismo, desprendiéndose continuamente de la ropa del tiempo? No somos más que la estela que vamos dejando en nuestro andar; estela que constata, paradójicamente, nuestra impermanencia.
Pienso mucho en la nostalgia cuando paso mis dedos por la piel del ser amado. Acariciar –y aquí estoy parafraseando a Lévinas– es jugar a buscar sin encontrar; quien acaricia intuye apenas con el tacto a ese otro que se sustrae, a quien nunca logrará tocar. Es un baile, si se quiere ver así, entre la ausencia y la presencia. Un baile y una espera. Una estela aterciopelada para la que no vale ni el principio ni el final y una nostalgia contenida, en la que cabe el infinito.
Por eso, cuando tengo miedo de perder algo, busco quedarme quieta, muy quieta, cierro los ojos e intento acariciar el tiempo. Es la única forma de amar la vida, aceptarla como una flor que, abriéndose, deja caer sus pétalos para que se los lleve el río.

Perdón

Una mujer lindísima lleva pidiéndome perdón todo el día. No es que me haya hecho algo, es que amaneció doliéndose y toda su realidad se le convirtió de pronto en una bruma espesa de culpas, de insuficiencia.

No sé cómo decirle que yo no planeo expulsarla del reino de mi amor. No porque falle, no porque haya amanecido en un día gris, no porque hoy no esté disponible para mí.

Mientras la escucho busco, paralelamente, un lugar en donde yo también pueda pedir perdón. Otra mujer lindísima me contesta: ¿no estás eligiendo palabras muy severas para hablar de ti misma cuando lo único que tienes no es saña sino miedo?

A un animalito con miedo se le acaricia, no se le reprende.

Me gustaría poder acariciar a mi amiga. Pasarle la mano por el cabello hasta que se quedara dormida. Quisiera que ella supiera que está bien estar rota, que el amor es un terreno suave para trabajar las propias heridas.

Verse en el espejo confronta. ¿Por qué somos tan severas con nosotras?

Me paso la mano por el cabello. A ti tampoco planeo expulsarte del reino de mi amor, me digo.

Los enemigos no existen

Era una de esas noches largas en la que las parejas se esconden en los rincones y los borrachos vomitan en los baños, cantan canciones dolidas y se quedan dormidos en los sillones.

O quizá no exactamente.

Era una de esas noches largas en las que la gente se reúne alrededor de una fogata, se descalza, eleva rezos al Gran Espíritu y llora primero de dolor y luego de gratitud.

No importa.

Lo importante es que Arturo no debía de estar ahí y estaba.

O quizá:

Lo importante es que Arturo debía de estar ahí y yo también, porque nada existe si no le cabe antes la existencia dentro.

–¿Estás bien? –me preguntó cuando me vio alejada de todos, sola, echa un ovillo en uno de esos trances tan de madrugada.

–Yo siempre estoy bien, aun cuando no lo parece.

–Eso me gusta de ti –respondió. Saber recomponerse siempre tiene su precio: las heridas dejan de ser moneda de intercambio.

Lo vi desde el piso, me quité el cabello de la cara, le di la mano para que me ayudara a ponerme en pie y le dije:

–¿Sabes? Eres lo más cercano que tengo a un enemigo, pero los enemigos no existen, así que te voy a abrazar.

Nos abrazamos durante un par de minutos. Puede que él haya dicho palabras dulces de reconciliación, pero eso tampoco es importante. Mientras lo abrazaba sentía que me abrazaba a mí misma, a esa yo de hace años que tuvo a mal, que tuvo a bien, estrellarse contra ese muro.

Porque somos la concatenación de todos nuestros momentos. Porque nada existe si no le cabe antes la existencia dentro.

Y porque existo.

Qué fortuna.

 

Botella al mar

[Esto lo escribí hace unos meses, pero estaba esperando a que perdiera destinatario].

El día está lindísimo: el cielo se ve azul y el viento helado sobre la cara se equilibra suavemente con el sol que calienta desde arriba. Recorro la ciudad en bicicleta, con los audífonos puestos, e imagino que te gustaría este playlist. Es tierno y tonto, si lo piensas: el día está lindísimo y yo pienso en ti.

En la última charla que tuvimos hablamos, dentro de otras cosas, sobre mi angustia. ¿Qué le provoco a los demás con ella –me preguntaste– como para haberla hecho mi moneda de intercambio? Me recuerdo abrazándome las piernas, huyendo de la conversación, para al final contestar con la voz entrecortada eso que era tan simple y que a la vez me parecía tan insoportable: me angustio para hacerme escuchar.

A falta del carácter necesario para el enojo y sintiéndome incapaz de causar el impacto esperado con declaraciones ligeras, como dichas de paso, me angustiaba. ¿De qué otra forma hacerme escuchar, ya ni siquiera por el otro, sino por mí misma? ¿Qué me está queriendo decir mi angustia que, por no escucharla, se pronuncia cada vez más fuerte? Me quedé pensando los siguientes días.

La respuesta era sencilla, en realidad: había que pasar de la angustia al acto, aunque doliera, aunque la sola idea me paralizara. Escucharme a mí misma era poner a jugar en lo real mis palabras, volverlas cuerpo, materializarlas en el tiempo. Y ahora heme aquí, montada sobre mi bicicleta en un día que sabe a día, que trata sobre sí mismo, que se permite ser viento y ser sol y ser tiempo. He conquistado la calma.

Me emociona tanto, a ratos, que me borbotea todo el adentro y me dan ganas de correr a contártelo, a contarte cómo se siente amanecer después de soñar con otras vidas, cómo se siente recostarse con el cuerpo exhausto de tanta postura con nombre en sánscrito y qué he pensando sobre esto y sobre aquello y cómo has estado. Y es que de pronto me resulta paradójico renunciar a un rinconcito de eternidad para borrar sus fronteras espinosas, como si la felicidad fuera incompatible con la felicidad, como una enfermedad autoinmune.

Pero el silencio es parte de la conquista de la serenidad. Dejar que se descomprima el tiempo y pueda volver a sincronizarse con sus propios latidos. El apremio por decir también es una angustia, como si hubiese que pastorear los pensares ajenos para que no se vayan como ovejas descarriadas, como si las propias ovejas no pudieran seguir su curso sin un pastor extranjero que las encamine con sonrisa benevolente.

Pienso entonces que toca conformarse con certezas más modestas como que a ti, también, te acaricia el viento helado mientras pedaleas y tarareas canciones y conquistas tu tiempo a tu manera; resistir la tentación de hacer de este presente una invitación para saltar fuera de él hacia ese otro presente que ya sin serlo sigue apareciendo en la memoria suave y risueño y redentor.

Amar es desear trenzar el tiempo, entrelazar sus líneas y sus posibilidades, coloridas, hasta volverlas infinitas. Pero tal vez amar también sea escuchar a veces lo que queremos callar y saltar de la angustia o del vaivén al vacío para que en ese vacío lo amado pueda readquirir su justa dimensión. Y si en el proceso el tiempo se nos queda lacio por un rato, que así sea. Aún nos quedan los playlists, los vientos fríos y los paseos en bicicleta, y hey, no son poca cosa.

Mundo real

Regresemos al tono de diario. Fotografías de reflexiones cotidianas.

Cuando tengo fe, el mundo real pierde un poco de materialidad. Sí creo, en mis momentos más espirituales, que uno genera su propia realidad y, en ese sentido, que basta con decidir la dirección en el que deseas proyectar la luz para que se abra ahí un camino. Entonces me siento confiada y creo firmemente que todo va a salir bien, que no me faltará trabajo, que todo es un círculo virtuoso de abundancia y que mi único trabajo es representar mi deseo y alinear bien mi acto, mi corazón y mi palabra.

Hay otros momentos en los que pierdo la fe y el mundo real comienza a oprimirme. Y es que es verdad que vivimos en un mundo espantoso lleno de injusticias y dinámicas de mezquindad y carencia. Entonces me inunda el miedo y me paralizo.

Soy consciente de que la primera modalidad puede ser no sólo ingenua sino peligrosa, porque de eso a decir que «el cambio está en uno» hay un solo paso. Sin embargo, en este momento tengo fe y, si les soy honesta, prefiero darme en la madre con fe que quedarme petrificada en el desconsuelo.

Hay otra palabra que abre una brecha: aprendizaje. Me vaya bien o me vaya mal, algo habrá que aprender ahí y eso ya crea un espacio para la gratitud.

Universos múltiples

«Si tienes más de dos pecas, cada peca en tu cuerpo hace un triángulo. Si giras, cada triángulo cambia de forma. Así es como me imagino a los universos múltiples».
Esto es un universo múltiple.
Esto es un poema y eso es lo difícil.
No sé qué quiero hacer.
Reempezar.
Depende del ángulo que se mire, es posible amar a cualquier cosa.
Denme un nombre propio, sólo denme un nombre propio
y le pondré calles y le pondré tiempo
y lo acariciaré con las cuerdas vocales
corazón
hasta volverlo digno.
Todas las formas son prestadas
como ese gesto de preparar café
descalza
como esa escucha de una melodía
historia
que se entreteje con el resto
que se entrelaza
para que alguien
algún día
pueda mirarnos de lejos y decir
«humano»
para que la madre no nos devore
y reconquistemos el derecho a ser retratados con sonrisas
a ser recordados
mientras suena un piano.
Creemos que nos estamos haciendo
el amor
pero sólo nos estamos perdonando
acicalando
en secreto
de dos en dos
con la esperanza
tal vez
de generar un día un punto de retorno.

Espíritu polilla

No me apetece en absoluto hacer un inventario de mis infortunios. Considero eso una especie de victoria sobre mí misma: cada vez gozo menos revolcándome en mi propio fango. Nadie es especial por tener malos momentos, a todos nos cae caca de pájaro de vez en cuando. Estoy convencida de la amoralidad de la vida: las cosas pasan, así nada más, sin agenda, sin saña.

Eso, no obstante, me pone en aprietos a la hora de querer mostrarme. He perdido el acceso privilegiado a mi propia interioridad. Me acuerdo por ejemplo cuando caminaba por la calle pensando en lo que le diría a Aquél, en cómo reaccionaría si pasara esto o aquello o en cuánto anhelaba que saliera tal o cual proyecto. Mi propia vida tenía un centro magnético irresistible y, como polilla hipnotizada por la luz de un foco, me estrellaba contra ella una y otra vez.

Ahora me quedo mirando el foco y me alzo de hombros; me parece tedioso tener que ceder a ese bailoteo ciego alrededor suyo, y aunque algún budista podría aplaudirme tal desapego, la verdad es que extraño mi espíritu polilla. Extraño sentir que disertar es importante.

El otro día un muchacho se interesó por mí. Al principio sentí un poco de sorpresa porque según yo estaba triunfando en pasar desapercibida. Luego mi espíritu polilla se desperezó un poco, lo suficiente para mostrar curiosidad y sentir algo acolchonado en el pecho. Ser vista es agradable, pero tenía sueño y mi espíritu polilla no dio para tanto. Bomba de humo.

Así que aquí estamos, relatando el no-ser porque es la forma más familiar que tengo de provocar-recordar el ser. Me cuesta evocar mis pensamientos, mi libreta tiene sólo frases tachadas, intentos de inicio. Algo sobre la sutileza. Algo sobre la perseverancia. Algo sobre el tiempo que es la primera palabra que asocio a la soledad. El espíritu polilla es instantáneo, ávido, urgente. Sin él, uno se queda abandonado en el desierto de las horas que es a la vez el desierto de la mismidad, del ouróboro –autoconciencia– que pregunta sobre sí en un agujero con eco.

¿Les conté que pasé cuatro días sin comer ni beber en la montaña? Pero ahí no estaba sola: la montaña respira, la montaña canta. El problema fue volver a esta vida, en donde nada parece cantar.

Extraño que mi vida cante. En ese sentido, te extraño también a ti.

De regreso a la escritura no remunerada

Llevo escribiendo, casi literalmente, toda mi vida. Ya desde los nueve años fantaseaba con publicar un libro, mis diarios ocupan toda una repisa de mi librero, crecí teniendo un pen pal, participé en toda clase de publicaciones escolares y he ensayado en prácticamente todos los géneros literarios; durante cinco años alimenté activamente este blog y antes de eso tuve otro que duró unos siete años en donde escribía poesía.

Pero luego pasó algo. En 2014 gané un premio que me llevó a publicar mi primer libro y a recibir por primera vez una remuneración por mis escritos. Cuando el libro salió a la venta moría de vergüenza –era un libro autobiográfico que además de exhibicionista no alcanzaba los estándares de mi propia vanidad–, pero ya estaba en eso así que hice lo que se tenía que hacer: aparecerme en la presentación del libro, sonreír y escribir dedicatorias en la primera página cuidándome siempre de no releer ni una sola palabra que estuviera en su interior; porque era yo pero ya no era yo, era un producto independiente de mí y si quería sobrevivir a la exposición tenía que verlo siempre de reojo.

Fue la primera vez que pude tomar distancia de mi escritura: entendí que mis palabras no eran esencialmente mías, eran meras expresiones perecederas del devenir. Pude soltar el inventario obsesivo de mis escritos y adquirí el derecho, frente a mí misma, de desentenderme de los textos una vez publicados, de desdecirme y desidentificarme.

A partir de ese momento, empezó a ser común que me pagaran por escribir: publiqué mi segundo libro –un libro por encargo que de mío no tiene mucho–, me volví colaboradora de distintas revistas y medios digitales e hice un montón de escritura fantasma. Me sentía orgullosa de que después de tantos años, por fin estuviera rindiendo frutos mi apuesta por la escritura. La mayoría de las cosas que hacía me gustaban. En ese entonces todavía no estaba en boga el concepto de «generación de contenidos» y aunque eso era precisamente lo que hacía, aún no le veía su revés nocivo: mi escritura, reducida a mero objeto de consumo, iba volviéndose cada vez más plana, cada vez menos auténtica.

En otoño de 2015 Juristas Unam me invitó a escribir una columna semanal de tema libre en su portal. Maravilla. Se volvió una especie de continuación de mi blog con la diferencia de que, una vez más, ahora me pagaban por ello. Pero había otras diferencias: tenía que publicar siempre el mismo día y había que hacerlo estuviera o no inspirada, además de que mis entregas tenían que ser, de una u otra forma, de interés común. Pronto fracasé en hacerla columna de opinión (la verdad es que no tengo tantas opiniones sobre los eventos del mundo), pero aun así me esmeraba por encontrar ese terreno en común de identificación con el otro: hablaba de mí, sí, pero simulando que hablaba de otra cosa; dejé de enseñar las entrañas de la forma en la que lo hacía aquí y la volví una escritura «segura», a prueba de miradas, en parte también porque cada vez eran más los pacientes que me leían.

Tuvo sus beneficios. Desarrollé callo para sobreponerme a mis propias resistencias, adquirí confianza en mi capacidad de decir más allá de la así llamada inspiración y me volví mucho más disciplinada. Ya al final sacaba los textos apenas dos horas antes de la hora en la que tenía que entregarlos y decidía el tema casi sobre la marcha. Varias cosas albergadas en ese portal me gustan mucho todavía y mucho de lo que escribí ahí no lo hubiera escrito jamás si no hubiera tenido este sentido de deber que me llevaba a escribir, pasara lo que pasara, cada semana.

A inicios de este año me dieron las gracias. Recorte de presupuesto, etcétera. Me dolió porque se sumó a la gran lista de pérdidas laborales que he tenido en los últimos tiempos –si les soy honesta, me siento un poco desamparada en este momento y no sé qué voy a hacer para garantizar mi manutención de los siguientes meses–, pero independientemente de eso, me dejó a la deriva en otro sentido: si quería seguir escribiendo, tenía que reapropiarme de mi escritura.

Al principio lo quise ver con optimismo: ahora ya no tenía ningún pretexto para entregarme a mis proyectos de largo aliento y escribir novela o ensayo largo, pero han pasado ya dos meses y pregúntenme qué he hecho. Entonces recapitulo todo este recorrido y me doy cuenta del mucho daño que me ha hecho cobrar por escribir. No digo que no lo vaya a volver a hacer, de hecho sigo escribiendo aquí y allá en ese formato, pero lo cierto es que después de tantos años, me cuesta mucho volver a rendirme cuentas a mí misma.

Por mucho que haya aprendido escribiendo por encargo y por muy agradecida que esté por vivir-de-hacer-lo-que-me-gusta, escribir bajo esos términos me hizo de alguna forma olvidar cómo verme en el espejo, cómo indagar entre mis propios pliegues y acompañarme por horas, como antes lo hacía, en el proceso desquiciante y hermoso de intentar decir-me.

Sé que incurro en un lugar común cuando digo que la escritura me ha salvado la vida más de una vez, pero es verdad. Tener una trinchera desde donde crear sentido salva la vida. Una subjetividad que puede mirarse a sí misma es un hogar y eso es lo que yo consigo escribiendo: habitarme y con ello, volver más habitable mi mundo.

Necesito urgentemente poder volver a hacer eso. Por eso escribo esto ahora mismo, porque extraño esa soledad colmada de sí, esa esperanza. Y porque estoy triste.