Espíritu polilla

No me apetece en absoluto hacer un inventario de mis infortunios. Considero eso una especie de victoria sobre mí misma: cada vez gozo menos revolcándome en mi propio fango. Nadie es especial por tener malos momentos, a todos nos cae caca de pájaro de vez en cuando. Estoy convencida de la amoralidad de la vida: las cosas pasan, así nada más, sin agenda, sin saña.

Eso, no obstante, me pone en aprietos a la hora de querer mostrarme. He perdido el acceso privilegiado a mi propia interioridad. Me acuerdo por ejemplo cuando caminaba por la calle pensando en lo que le diría a Aquél, en cómo reaccionaría si pasara esto o aquello o en cuánto anhelaba que saliera tal o cual proyecto. Mi propia vida tenía un centro magnético irresistible y, como polilla hipnotizada por la luz de un foco, me estrellaba contra ella una y otra vez.

Ahora me quedo mirando el foco y me alzo de hombros; me parece tedioso tener que ceder a ese bailoteo ciego alrededor suyo, y aunque algún budista podría aplaudirme tal desapego, la verdad es que extraño mi espíritu polilla. Extraño sentir que disertar es importante.

El otro día un muchacho se interesó por mí. Al principio sentí un poco de sorpresa porque según yo estaba triunfando en pasar desapercibida. Luego mi espíritu polilla se desperezó un poco, lo suficiente para mostrar curiosidad y sentir algo acolchonado en el pecho. Ser vista es agradable, pero tenía sueño y mi espíritu polilla no dio para tanto. Bomba de humo.

Así que aquí estamos, relatando el no-ser porque es la forma más familiar que tengo de provocar-recordar el ser. Me cuesta evocar mis pensamientos, mi libreta tiene sólo frases tachadas, intentos de inicio. Algo sobre la sutileza. Algo sobre la perseverancia. Algo sobre el tiempo que es la primera palabra que asocio a la soledad. El espíritu polilla es instantáneo, ávido, urgente. Sin él, uno se queda abandonado en el desierto de las horas que es a la vez el desierto de la mismidad, del ouróboro –autoconciencia– que pregunta sobre sí en un agujero con eco.

¿Les conté que pasé cuatro días sin comer ni beber en la montaña? Pero ahí no estaba sola: la montaña respira, la montaña canta. El problema fue volver a esta vida, en donde nada parece cantar.

Extraño que mi vida cante. En ese sentido, te extraño también a ti.

Comentarios