Sin heroísmos

Pienso en el soberbio Aquiles, cuyo destino está escrito desde el principio: si persigue la gloria, habrá de morir. A él no le importa y, asumiéndose guerrero, elige la muerte. ¿Valentía? Sí, quizá, pero sobre todo vanidad. Aquiles actúa con la temeridad de quien se sabe un privilegiado: el camino del héroe no es para todos pero es para él; goza saberse a la altura.
Imagino a Aquiles en cada momento de cansancio o de duda evocando con ensoñación su propia leyenda. El pueblo aqueo narrará sus hazañas, conmovido, alrededor de una fogata. Será un héroe y esa convicción le permite sobreponerse una y otra vez a la desdicha.
Entre la heroicidad y el capricho hay medio paso. La permuta, vista con crudeza, carece de honor: vida a cambio de ideología. ¿Y qué hay de los pequeños aqueos que no pueden esperar a crecer para vivir su propia Ilíada? Lo gloria del héroe es engañosa: comienza con retar a la muerte pero acaba cortejándola; laureles sobre la sangre y osadías tercas.
En comparación, la vida adquiere un caríz insulso. Las historias épicas tienen, a saber, una función social: enaltecer el dolor para mitigar su exceso. ¿Pero qué pasa cuando el dolor no es necesario? ¿Cómo explicarle a una sociedad sedienta de epopeyas que el matrimonio entre el sentido y el sufrimiento no es imperativo? ¿Que la dignidad no necesita de una contienda para coronarse? ¿Que los grandes eventos no hacen mejor a nadie?
Lo verdaderamente heroico es lo contrario. Ir a la batalla porque hay que ir, sin la promesa de que alguien recuerde nuestro nombre. Amar sin someternos a una lógica de recompensas, darlo todo únicamente porque la abundancia es el lenguaje de la vida. Aprender a ser insignificantes. Entender que preparar una sopa caliente también es ser honorable y, sobre todo, renunciar con urgencia a la estética del superviviente, pues detrás de nuestras acciones no hay santidad ni heroísmo ni grandilocuencia, hay sólo humanidad y esa se justifica a sí misma.

Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos. Lucas 17:10

Una mujer desnuda corriendo por la playa

Era 2005 y habíamos ido a la playa. Yo llevaba la melena suelta, pelirroja, y con la cabeza recostada en las piernas de un amigo recibía directamente en la boca jugo con vodka. Estábamos borrachos y éramos hermosos. Había un porro rolando. Yo no sabía fumar y tosía un poco pero igual fumaba. Hundía la mano en la arena y, dejándola escurrirse entre mis dedos, sentía que de alguna forma eso era el culmen de algo, el éxtasis, la totalidad.
Llegó la noche. El mar tronando fuerte. Un grupo de chicos a lo lejos escuchando música en una grabadora vieja. El absurdo del desvelo, las conversaciones desarticuladas, el borracho dormido en la fogata y una pareja ahí mismo, tumbada sobre un pareo, dándose de besos. Yo estaba contenta y de un segundo a otro me paré y empecé a correr. El muchacho que me pretendía corrió detrás de mí. Lo reté: «desnudémonos». Me dijo que no; era siete años mayor que yo y ya tenía conciencia. Me reí de él mientras me quitaba juguetonamente el bikini. Seguí corriendo. Era un juego cruel: sabía que él me miraba con lascivia pero, como si lo ignorara todo, yo me dedicaba a dar vueltas con soberbia inocencia; los brazos abiertos, la mirada en el cielo y la mente despejada. Él se desnudó también porque intuyó que había algo más importante que el pudor. Calculó mal, el pobre: en esa escena no cabía nadie más que yo, él sólo era un espectador y uno inoportuno.
Más tarde me pregunté por qué no había sentido un ápice de vergüenza aquel día. Llevaba pocos meses de salir de la prepa y, en el fondo casi tanto como en la superficie, seguía siendo ésa que caminaba por los pasillos con el paso apretado, mirando al piso, temerosa de la siguiente burla. Era ésa que no sabía reírse de sí misma, ésa estreñida de Yo, ésa que buscaba con ahínco las palabras justas e iba por todos lados sintiéndose torpe, inadecuada.
Entendí de pronto: aquella noche en la playa yo no era yo. Nada nuevo, uno nunca es uno, pero esa fue la primera vez que lo entendí realmente: quien me viera a la distancia sólo vería una mujer teñida de pelirroja corriendo por la playa y nada más. Nadie me vería a mí. No tenían forma de verme porque no sabían lo que era yo.
Quizá sólo se hubiese podido romper el hechizo con una mirada directa. Cuando el otro te mira a los ojos no te queda otro remedio más que ser tú. Entonces llega la autoconciencia y dan ganas de decir: perdona mi humanidad, omite mis grietas.
Ahora, cada vez que descubro que me he ganado el odio de alguien, cada vez que estoy frente a un malentendido que nunca podré aclarar o que me siento humillada o rechazada por alguien que poco me conoce, pienso en esa noche y me relajo: soy sólo una pelirroja que corre desnuda a la distancia, ellos qué van a saber.

Sobre aburrirse

Ser joven en esta sociedad es estar sobreestimulado. Por eso nos funcionan las drogas duras, las fiestas con música a todo volumen, los fajes furtivos con desconocidos y los romances dramáticos e intempestivos. Sedientos de una épica, nos construimos una cada día entre desvelos, cigarros, promesas y conversaciones sobre el suicidio. El cuerpo arqueado, la mente saturada de colores, el placer vertiginoso del todo-o-nada, del siempre-más; es un simulacro de bastedad tan bien logrado que nadie se escapa.
Luego, en el mejor de los casos, el simulacro da de sí y se muestra como una estafa. Aprendemos los ritmos de los excesos y nos damos cuenta que son redundantes como redundante es el tiempo. Entonces, la funcionalidad. El trabajo estable, la mundanza con el novio o con la novia, la aspiración modesta pero auténtica de vivir una sola vida, de ser querido, de poder pagar unas vacaciones en la playa aunque sea en un hotelito sencillo y en temporada alta.
No obstante, como si tratara de una historia preescrita, lo que prosigue es el aburrimiento. La nostalgia por el simulacro que, para entonces, ya se nos olvidó que era un simulacro. Los ferraris de los cuarentones, las amantes de los casados, las operaciones estéticas. La añoranza, no importa cual sea el caso, siempre es la misma: si tan sólo hubiera decidido diferente… Obviamos un hecho crucial: estamos aburridos porque ya nos hemos aprendido sin querer el lenguaje de esa vida y eso nada tiene que ver nuestra circunstancia específica; si nuestra amante fuera nuestra esposa posiblemente requeriríamos de otra amante porque la primera nos fastidiaría lo mismo.
¿Pero por qué es tan terrible esa conciencia aletargada de que nada de lo que vivimos es extraordinario? Brodsky dice: es importante escuchar al aburrimiento porque éste habla el lenguaje del tiempo y te enseña la más valiosa lección de tu vida: la lección de tu total insignificancia. El tiempo te dice en voz del aburrimiento: «Eres finito, y cualquier cosa que hagas, desde mi punto de vista, es fútil».
Estar vivo es estar en continua búsqueda. Y hay algo muy sano en ello: la creatividad y el dinamismo, el ejercicio del asombro, el crecimiento personal, la denuncia de lo podrido y la posibilidad de replantearlo todo siempre. Mas no hay que permitirnos el engaño: eso no significa que el bostezo de domingo, la plática aprendida o la rutina soporífera no seamos nosotros. Lo somos, y lo somos tanto o más que en nuestro mejor momento de inventiva.
Quizá valiera entonces, frente a cada decisión importante que tomemos en nuestra vida —sea una persona, una profesión, una ciudad o un hobbie—, decirnos de corazón: «Estoy dispuesto a dejar que esto me aburra».

Lean a Brodsky aquí, es por su bien.