Pienso en el soberbio Aquiles, cuyo destino está escrito desde el principio: si persigue la gloria, habrá de morir. A él no le importa y, asumiéndose guerrero, elige la muerte. ¿Valentía? Sí, quizá, pero sobre todo vanidad. Aquiles actúa con la temeridad de quien se sabe un privilegiado: el camino del héroe no es para todos pero es para él; goza saberse a la altura.
Imagino a Aquiles en cada momento de cansancio o de duda evocando con ensoñación su propia leyenda. El pueblo aqueo narrará sus hazañas, conmovido, alrededor de una fogata. Será un héroe y esa convicción le permite sobreponerse una y otra vez a la desdicha.
Entre la heroicidad y el capricho hay medio paso. La permuta, vista con crudeza, carece de honor: vida a cambio de ideología. ¿Y qué hay de los pequeños aqueos que no pueden esperar a crecer para vivir su propia Ilíada? Lo gloria del héroe es engañosa: comienza con retar a la muerte pero acaba cortejándola; laureles sobre la sangre y osadías tercas.
En comparación, la vida adquiere un caríz insulso. Las historias épicas tienen, a saber, una función social: enaltecer el dolor para mitigar su exceso. ¿Pero qué pasa cuando el dolor no es necesario? ¿Cómo explicarle a una sociedad sedienta de epopeyas que el matrimonio entre el sentido y el sufrimiento no es imperativo? ¿Que la dignidad no necesita de una contienda para coronarse? ¿Que los grandes eventos no hacen mejor a nadie?
Lo verdaderamente heroico es lo contrario. Ir a la batalla porque hay que ir, sin la promesa de que alguien recuerde nuestro nombre. Amar sin someternos a una lógica de recompensas, darlo todo únicamente porque la abundancia es el lenguaje de la vida. Aprender a ser insignificantes. Entender que preparar una sopa caliente también es ser honorable y, sobre todo, renunciar con urgencia a la estética del superviviente, pues detrás de nuestras acciones no hay santidad ni heroísmo ni grandilocuencia, hay sólo humanidad y esa se justifica a sí misma.
Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos. Lucas 17:10