Vestidos

En la secundaria tenía un amigo gay que siempre me decía que cuando estuviera triste, lo que tenía que hacer era ponerme guapa, así todos dirían «qué guapa te ves hoy» y yo sonreiría y me sentiría menos triste. Once años después, me parece risueño el argumento: ojalá mi felicidad fuera tan elemental como para que pudiera restaurarse con un simple piropo.
No obstante, a veces me acuerdo de él mientras me arreglo y, aunque mi estado de ánimo no sea el mejor, selecciono una prenda bonita y me tomo el tiempo para maquillarme y verme bien. Y es que quizá no sirva para mejorar mi humor, pero al menos así sé que no estoy haciendo de mi tristeza una consigna. Me rehúso a ser de esas personas que cuando están tristes necesitan asegurarse de que todo mundo lo sepa, a saber, para que las apapachen o compadezcan.
No. Mi humor es volátil (adj. Que vuela o puede volar) y me parece aberrante la idea de prohibirme reír o jugar sólo porque «estoy triste» y he de representar mi papel. Y aunque me siento profundamente agradecida cuando alguien emprende la dificultosa tarea de intentar animarme, la verdad es que muchas veces los apapachos más que aliviarme me incomodan. El problema es mío, lo sé: cuando estoy triste me siento como una leprosa que nada más va contaminando todo a su andar y me pesa saber que estoy manchando a los míos con mi pestilencia. Quiero protegerlos del resabio de mi amargura, quiero alejarlos, quiero contarles un chiste para que se olviden que estoy llorando.
La tristeza es un estado muy íntimo y hace falta que se le trate como tal para que preserve su dignidad. Sé que no tengo autoridad para decirlo, siendo la azotada que soy por estos medios, pero a mi favor he de decir que hoy me veo muy bonita. Sí, con todo y que amanecí sintiéndome agobiada e insegura, con todo y que nadie me lanzó un piropo hoy y que solté un par de lágrimas enfrente de mi compañero de oficina, me veo bien bonita hoy. Y quién sabe, tal vez mañana me sienta con humor para una falda corta.

Comentarios